Fotografía de Diego Cortez

EROTISMO PUNZANTE

[Texto incluido en la antología Nuevo país de las letras]

Leída fuera de su cuna, al voleo, suelta, la poesía de Perozo Cervantes parecería una escritura ruidosa, buscando el rumbo. Y no es que su conflicto sea una suma variopinta, pues ella orbita en torno a un acordado inventario, este se expande sin recurrir a otras identidades, se sabe desde el primer momento que estamos en presencia de un afán, de un tesón dispuesto a llegar hasta el final. He encarado con paciencia sus diecisiete manuscritos, algunos editados, me propuse ver y oír más que sentir, al concluir sabía más que al principio, pero no por una suma de datos, la información solo advierte, la fuente de persuasión está en otro lugar —tal vez en la voluntad, en una manera de persistencia admonitoria, urgida, enfrentando el tiempo.

Como si un mundo fuera de control se escapara y debiera ser preciso sumarlo, anotarlo desde la pura pulsión, decirlo para sentirlo, apresurar lo vivido y concentrarlo, abrumarse para tener fe y retomar la experiencia vital que se sabe insuficiente. La poca edad de este autor no puede admitirse como razón de esa tenacidad, tampoco su acelerada vida, la potencia de la respiración sólo produce ráfagas, en cambio me gustaría asociar su activa vocación a descubrimientos propios de la observación: la insuficiencia de la energía, la duda ante lo ruidoso, el abismamiento de la literatura. La experiencia no garantiza ningún arte, diría Oscar Wilde, y aunque los sentidos lleguen a ser autosuficientes en el contacto con la realidad, y sin embargo esta se escapa, ningún rastro queda de ella cuando no se la retiene interviniéndola.

La de Perozo Cervantes es ante todo una elección, y en materia de arte esto supone la sospecha que conduce a puertas semiabiertas: deberán ser selladas y al traspasar el umbral. Este acto deliberado de sumersión se nos aparece en toda su transparencia en este caso, casi con candor en la confianza con que se entrega a generar una escritura concebida como el centro de los placeres: de la imaginación, del cuerpo limitado. Si dijéramos que el erotismo —diverso, indiviso, sin género— es el mundo central de esta poesía estaríamos signando el todo con un solo lamento, un canto agónico, en cambio hay más agonías aquí. La capacidad de una conciencia que se fuga de su intimidad sin abandonarla, sin hacer particiones: allá el mundo, aquí mi hedonismo. Deja por largos ratos la piel húmeda de la serpiente y deambula por el bosque, reconoce su extensión, señala el sol y se cubre de él, hace juicios. Los períodos de ese erotismo punzante, largos, obsesivos, arropan gustos pero también dejan una huella: el texto marcado por aquella inminencia. Todo erotismo es un brote de lo atado y atascado, sexualidad extensa en la memoria del insatisfecho que busca justificarse fuera del desvarío. Así aparece en nuestra María Calcaño, y también en más de un pasaje de este autor, en filiación inmediata con aquella, curiosa disposición masculina de una nostalgia que siempre vimos como inherente a lo femenino: reclamo, el sexo insatisfecho. Sexo conjugador de miembros y verbos, afirmación de una identidad corporal necesitada de elocuencia, casi de ilustración, desde allí se irradia el punto de vista, y este fluye en el horizonte menos seguro de las alteridades —sociedad de consumo, el país social, las rebeldías soterradas.

Lo notable es que desde esa intimidad puedan fluir intereses de diferentes tensiones, y aun de naturaleza, pienso en ese texto nombrado “Creencias del columpio”, sutil en su proclama, abstraído y deslizado fuera de apremios, es percepción de los aspectos autónomos de toda escritura. Y esta poesía está vaciada en un lenguaje que parece casual, aunque no lo es, desatado en su hilatura se autoconstruye como desde una oralidad inercial, sin énfasis, y resulta de una gran eficiencia, lo verbal se nutre de la repetición antes que de las sorpresas. Detrás se adivinan las lecturas formativas capaces de orientar, y también de advertir, están en el rumbo y seguramente conseguirán su ajuste en la insistencia, en ese ritmo que ya está ahí. Es una voz plantada en una estructura y en posesión de programa: voluntad de trazar. Informada, en conocimiento de la tradición, reivindica lo esencial, la responsabilidad de argumentar, cuanto no deberíamos ver en los años por venir. Me pregunto cómo se nos mostrará esta poesía cuando haya concluido su fase de inventario, de aprisco, esa necesidad de mostrar —como el heraldo— aquello que se supone urgente. Cómo se decantará ese hilo ahora grueso y risueño con lo esencial, ya hay un solo tono pero tenemos varios lenguajes, hacia dónde fluirá la conciliación, y tras el inevitable sosiego, la forma retendrá las tensiones morales de un mundo o la elocuencia se afirmará en una retórica pagada de la eficacia.

Uno se pregunta qué fue antes, si la necesidad de ampliar la experiencia o el hallazgo del decir, moroso tiempo donde se distrae, se sumerge el verdadero vicioso: ese de la enumeración, del afán mostrativo. El autor ha advertido de sus libros concluidos, hasta hace la lista de ellos en la necesidad de consignar —registro de custodia— lo meditado, en el fondo está el ansia soterrada de comunicarlos, remitirlos como una heredad, habla del estatuto de escritor, exalta la poesía: nada de eso tiene que ver con el soliloquio. Necesita, pues, una interlocución, alguien inclinado sonriendo o arrugando los labios, para eso se ha cuidado de disponer de un lenguaje audible, transmisible en tiempo real, pero este tiempo suele ser ajeno a la poesía; para permanecer en ella acude a la circularidad, esa monotonía hecha de insistencias donde reconocemos una prédica, y a veces un predicador.


Miguel Ángel Campos Torres nació en Motatán (estado Trujillo) el 11 de julio de 1955. Sociólogo (LUZ, 1987), profesor universitario y escritor (ensayista, narrador), con residencia en el Zulia desde su niñez, caracterizado por su agudeza crítica y conceptual sobre la problemática literaria. Ha obtenido el premio de ensayo de la I Bienal Nacional de Literatura Mariano Picón Salas (1991), con La imaginación atrofiada y el premio Fundarte, mención ensayo literario (1994), con Las novedades del petróleo. Ha sido director-fundador de la revista Dominios, órgano de la Universidad Nacional Experimental Rafael María Baralt, donde se desempeñó como docente y coordinador de cultura. Profesor de la Universidad del Zulia en la Escuela de Comunicación Social y director de la Revista de Literatura Hispanoamericana, en su segunda época, así como colaborador de Imagen y de otros periódicos y revistas del país. Se le otorgó el premio Regional de Literatura mención ensayo (1997), pero lo rechazó. Se desempeñó como director del Instituto de Investigaciones Literarias de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Zulia (1995-1996) y fue profesor invitado de la Cátedra Ramos Sucre, Facultad de Filología, Universidad de Salamanca (2004).

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