Aproximaciones a los hallazgos apocalípticos de Hesnor Rivera

A modo de presentación

“Nada es más esencial para una sociedad
que la clasificación de sus lenguajes.
Cambiar esa clasificación, desplazar la palabra,
es hacer una revolución”
Roland Barthes

La crítica literaria del nuevo milenio en Venezuela tiene el reto de enmendar las injusticias centralistas, los vedamientos políticos y la discriminación cometidas, reconstruyendo las categorías de la literatura venezolana y literaturas regionales, desde un estudio sesudo y bien documentado del extenso inventario de autores que han visto luz en el clima de desamparo y oscuridad que implica el oficio de escritor en la mal llamada provincia.

Entre los despojados se encuentra un grupo literario de trascendencia nacional que, apagado por los fuegos fatuos de las vanguardias capitalinas, ha caído en el más violento de los olvidos: las escuelas de letras del país apenas si lo conocen, los críticos y hacedores de historias literarias de Venezuela cuando mucho le dedican breves líneas, regularmente pobladas de indeterminaciones. Tal vez sea un problema curricular en el caso universitario, pero no hay manera de justificar las oscuras voluntades que ocultan la trascendencia de los creadores del grupo Apocalipsis.

Los integrantes de Apocalipsis guardan un nombre en la literatura nacional, aunque sus creaciones sean desplazadas por asuntos políticos, algunas veces personalísimos e inconfesables. Este grupo nació en septiembre de 1955, conformado por Hesnor Rivera, César David Rincón, Ignacio de la Cruz, Néstor Leal, Miyó Vestrini, Atilio Storey Richardson, Laurencio Sánchez Palomares, Régulo Villegas, Francisco Hung, Homero Montes y Rafael Ulacio Sandoval. Todos ellos clave de un estigma que Maracaibo y Venezuela llevan a cuestas. Hombres como Ignacio de la Cruz, gran periodista de nuestra región; o como Néstor Leal, quien después de disuelto el grupo se convirtió en uno de los críticos literarios más importantes del país, y aunado a eso en mentor de publicaciones como la revista Respuesta. También Miyó Vestrini —más allá de lo sucedido en Maracaibo en el año cincuenta y cinco— se convirtió en una representativa poeta de la literatura nacional, y no por ello menos olvidada que el resto de los miembros del grupo Apocalipsis.

Pero hay un trío que podríamos decir que sí tomó en serio su participación en Apocalipsis, tres poetas que apostaron a una estética apocalíptica: Hesnor Rivera, César David Rincón y Atilio Storey Richardson. Esta parte del grupo se propuso, quizá inconscientemente, reconstruir el imaginario poético de Maracaibo que, desgastado por los ultrajes de Udón Pérez y sus seguidores, padecía de lugar común y esencia retrógrada.

Este propósito se hace evidente en la obra de Hesnor Rivera, quien, sin detenerse a pensarlo, renueva con su moderno lenguaje la paisajística zuliana, convirtiéndola en un patrimonio universal, en un hecho creativo de trascendencia.

Un lago en cuya superficie roja
bailan las cabezas reblandecidas de naranjas
abandonadas por los navegantes borrachos.
La luna nueva siempre.
Banderas en las mezquitas del mercado.
Sobre los olores del pescado
que retienen al noctámbulo amoroso.
Falta un gallo.

(Rivera, 1993:12)

Este breve ensayo pretende reflexionar un poco sobre la paisajística de Hesnor, y los hallazgos del grupo Apocalipsis, intentado contribuir así al rescate y estudio de creadores venezolanos que han sido despojados por la insólita visión centralista que aún rige algunas mentes del quehacer cultural de nuestro país.


El lugar que podemos identificar

“Existe algo que nos cautiva,
nos fascina o nos asombra.
Casi podría decirse que la esperanza
se activa con una fuerza
que la hace digna de convertirse en realidad”
Carlos Aguilar Sánchez

La experiencia de encontrarse en la literatura es un robo y un hallazgo. Perdemos y ganamos con la sutil insinuación de la locación. Perdemos el derecho de una recreación libre porque estamos atados a los referentes concretos que podamos tener, aunque también es cierto que todos los ejercicios de la imaginación están atados a referentes concretos, y el límite de nuestra capacidad imaginativa es el propio límite de nuestro conocimiento real, lo sustancial, lo concreto que poseemos en nuestro inventario de ideas y conceptos; así lo deja entrever Massimo Cacciari en su ensayo llamado El espejo de Platón: “Si el ojo es espejo, entonces debemos admitir que no podemos conocer más que lo que aparece en la superficie del espejo…” (Cacciari, 2000:63). Entonces podríamos hablar de lo diáfano del reflejo: un poeta, entendiendo la afirmación de Cacciari como una metáfora de la creación, es capaz de proyectar su visión del mundo, su mundo de ficción, a través de su propio y único espejo —cristal al que tenemos acceso por medio de la lectura; podríamos decir que el poeta nos permite reflejarnos en su espejo—, y esta capacidad podría medirse en entendimiento. Un espejo empañado nos deforma al igual que lo hace un espejo ondulado o un espejo de vidrios de aumento. Cada uno de esos espejos podría ser un poeta con su realidad bajo el brazo; con ese ahínco personal y melancólico que conforma su poesía. También es tautológico decir que cuando nos miramos en espejo limpio y sin deformaciones podemos ver la somera realidad: la triste fealdad de nuestros rostros, las miserias de nuestras relaciones humanas, nuestro ceño y su frigidez. Conocemos suficientemente el fenómeno del espejo para saber la sensación de hallarse frente a un espejo sucio o roto, y después de un breve examen encontrar un reflejo correcto y nítido de la realidad, sobre el cual nos afincamos para conseguir nuestro rostro o alcanzar cualquiera que sea nuestro objetivo con el reflejo. Allí, en esa experiencia de hallazgo, en ese banco de tierra firme que nos produce nuestro claro reflejo, podemos reconocer la ganancia de esa sutil insinuación de la locación.

El puente roto por las tardes vuela
sobre la ciudad envuelta en llanto
porque no puede despedir su pasado.
Vuela y se transforma en nave
y el testigo o fantasma navegante
que bajo el fuego de la noche
sobre el césped de llameante negrura
clava sus pezuñas de máquina
de descubrir tormentas y tesoros.

(Rivera, 1993:103)

El lenguaje poético le permite a Hesnor Rivera jugar con las imágenes de una ciudad que poco a poco se transforma en poema. El poder del poeta se transfuga en el hecho consciente de conocer los puntos mágicos de la ciudad, de saber apreciar sus crepúsculos y brindárselos a su lector que, emparentado con todos los sentimientos del poeta, se conmueve con la sonora reminiscencia de la poesía. En el poemario Las ciudades nativas publicado en 1976, Hesnor enarbola la potente versión de la ciudad que construye a punto de costuras lentas y luminosas, una versión construida con la pureza de la contemplación. Porque el espejo que Hesnor Rivera nos presta a través de su pensamiento poético es un reconstruir de versiones de la ciudad, del mercado, de los campos, de sus hombres, de su transparencia.

Mis antepasados los marinos
cambiaron sus barcos por cabalgaduras
para entrar en el reino de la tierra
—los cambiaron por espejos y adornos
para ver aparecer el santo
de sus islas en el tiempo perdidas.
Mis antepasados se nutrían
de la gracia que hace florecer en la arena
la llama vegetal de los peces.
En una balsa de maderos sagrados
que podía mantener su equilibro
sobre las patas traseras
llegaron ellos y basta.

(Rivera, 1993:47)

El fragmento de poema anterior pertenece al libro Superficie del enigma (1968), se titula “Maracaibo”, y pertenece a un subtítulo del libro que bien parece una propuesta de creación experimental, es como un objetivo, como el propósito central, vivo y enunciado: “Manual geográfico de la muerte según la memoria y el tiempo”. En ese libro hay un reconstruir intenso, un reconstruir específico: el de la historia. La búsqueda del origen es uno de los motivos elementales de la reflexión poética, y allí no se encuentra precisamente el mayor valor de este libro. Hesnor parte de un nacimiento individual pero colectivo. Y aun en la pretensión colectiva hay minimalismos. Hesnor busca el origen de su poesía. Su poesía que no es otra cosa que un reflejo impulsivo y a la vez sereno de la ciudad, del paisaje de ciudad —su ciudad es todas las ciudades, todos los parajes tropicales; tal vez entendió eso en su contacto con los surrealistas. Reconstruir la historia para conseguir el origen de sus intenciones. “Es fácil regresar al origen” (Rivera, 1993:47).

El lugar que podemos identificar es un atributo poderoso de la poesía de Hesnor. Para sus poemas ese anclaje viene a ser una partitura plástica de lo cotidiano.


Las mujeres y el paisaje cotidiano

“Sé que existes. Y un día serás tú, Silvia
—nada más que tu mirada mágica
quien logre abrillantar la arena dolorosa que me hago”
Hesnor Rivera

Entra la mujer al escenario y los poetas se ponen de pie. Más de una vez hemos imaginado las escenas de un poema: el poder de la recreación. Nos pasa con toda la literatura. Es un ejercicio imaginativo rico en haberes de vida. Pero esa imaginación, limitada por la realidad, puede repetirse en un acto infinito de generación y regeneración. Los filósofos fenomenológicos como Gaston Bachelard intentan conseguir una metafísica del hecho poético a través del estudio del surgir de la imagen, por ello se pregunta: “¿Cómo ese acontecimiento singular y efímero que es la aparición de una imagen poética singular, puede ejercer acción —sin preparación alguna— sobre otras almas, en otros corazones, y eso, pese a todas las barreras del sentido común, a todos los prudentes pensamientos, complacidos en su inmovilidad?” (Bachelard, 1983:10).

La poétique de l’espace (1957) es un manifiesto vivo para el estudio de la imagen en sí; la búsqueda de sus devenires. En Hesnor Rivera hay una poética del espacio citadino, de esa ciudad que él consumió con su historia. Puede ser conveniente recordar que para los años cincuenta, cuando Hesnor se descubre poeta, y en su período de publicación más productivo (1963-1982), Maracaibo no tenía más de medio millón de habitantes. Era una ciudad tranquila, podría decirse. Uno que otro peludo escritor. Uno que otro fariseo medio político. Ya que las generaciones de la literatura zuliana han estado signadas por largas brechas temporales de aparición, que puede a veces poner en duda hasta el término generación. Los escritores —y entendemos a éstos bajo el precepto de Roland Barthes: “Quererse escritor no es pretensión de status, sino una intención de ser”—, esos seres que han querido nutrir al mundo de visiones diferentes, se han topado con muchas disyuntivas en nuestra ciudad. Alberto Áñez Medina y Douglas Gutiérrez Ludovic, los integrantes del Maracuchismo-Leninismo, lograron conceptualizar la ciudad desde su paradójica visión de mundo; a la defensa de lo propio, de los inventarios lingüísticos de la región. Sale de los labios de alguno de ellos la expresión: Maracaibo es una ciudad para amarse y odiarse. Así como Alberto Áñez Medina se pregunta: “¿Por qué hablamos tanto? ¿Por qué la realidad la volvemos pura palabra? ¿Por qué fusionamos anécdota y poesía?” (Áñez Medina, 1992:17).

Asimismo, la poética del espacio en Maracaibo ha fluctuado a través de los poetas. Todos persiguen la verdad de su encanto. En Hesnor el paisaje es una herramienta cotidiana. El paisaje es el cotidiano sufrir y disfrute. Entonces los hombres se transfiguran en poema, en habitante de espacios poetizados. Esa transformación se traduce en Hesnor como fantasmas. Es recurrente que lo cotidiano sea realizado por fantasmas. Solo los espectros se abandonan a la monótona realidad de la ciudad. Y quien cae en ese vicio es víctima de una metamorfosis. En el siguiente fragmento del poema “De los fantasmas moribundos” (Persistencia del desvelo, 1976) podemos ver algún ejemplo de cómo el poeta enfrenta lo inevitable:

¿De qué nos ha servido entonces
la pasión de andar siendo sin descanso
mortales para satisfacer la progresión
geométrica de la necesidad de ser joven?
¿De qué nos han valido los comienzos
contradictorios divergentes bellos
como el vacío alrededor del caos
emprendidos a un tiempo para iluminar
los soles de todas las edades?
Envejecemos —en verdad eso es todo.
Nos miramos a nosotros mismos
como nos ve con compasión la muerte
sentados a la puerta de una casa
menos distante cuando más ajena
que desaparece y aparece de pronto
para desconocernos como al mismo
mendigo que la visita a diario…

He allí un diálogo. El diálogo perenne que Hesnor Rivera mantiene. Una confrontación de pareja. Un rito de confesión. Hesnor le confiesa todo a su sombra, a ella, a su conciencia. Le habla en voz alta. El poeta le refriega en el rostro sus verdades. La mujer de los poemas de Hesnor: esa contraparte del poema que no responde o más bien, porque siempre sucede, calla hasta tener una respuesta. Sus palabras no son de soliloquio. Los poemas de Hesnor son un debate vivo de fantasías, un retratar constante de ideas y sensaciones. Víctor Bravo escribe en su libro El señor de los tristes y otros ensayos una frase de I. A. Richard: “No importa lo que el poema dice sino lo que es” (Bravo 2007:97). Y los poemas de Hesnor son, partiendo de la subjetividad propia del lector, una conversación constante con una mujer, sea símbolo de la amada o de la madre; una mujer o varias mujeres, todas símbolo de nacimiento, origen y regeneración, la reconstrucción del recuerdo y de lo pasado.

Seguramente ya dejaste lejos
la encrucijada que te reclamaba
con sus cuatro brazos –con sus cuatro
estaciones por principio enemigas.

Poco antes del encuentro de tu nombre
anduvo como una sed de alas pintadas
alrededor del agua de recuerdos
irreales —de imaginarias nostalgias
con que sueña la memoria en mis labios.
Yo te había nombrado justo un día
antes de que te aparecieras apenas
menos alta y más frágil que tu nombre.

(Rivera, 1993:150)

Entonces la mujer y lo cotidiano se comunican con Hesnor —¿o él se comunica con ellos?— para producir un diálogo invisible, discursivo y dinámico, que avanza en afirmaciones, en certezas y memorias. Hay un indiscutible discurso. La reflexión poética avanza entre los versos al rítmico paso de una conversación con la sombra. La poética de los espacios se comunica con el abnegado ciudadano —poeta al fin— que pone alma sobre los recursos comunes de un paisaje visto muchas veces y encadenado a lo real. El espejo de Hesnor nos hace creer que lo real, lo reflejado, está tatuado en nosotros.


Los hallazgos apocalípticos

“Esta ciudad nos llama —nos arrastra
con sus torbellinos que dan vueltas
alrededor de los meses ardientes”
Hesnor Rivera

Venimos hablando del hallazgo en el espejo, es decir, del hallazgo del lector. Pero el hallazgo del escritor es un duro elemento de socavadas intenciones. Muchos hombres han pasado sobre la tumba de muchos otros, y pronto los pasos se confundieron. Los pasos como huellas únicas que hacen alucinar a los pintores y a los poetas abstractos, ambos entes incomprensibles que penan en lugares oscuros de la tierra. Los hallazgos son ante todo una suerte de lotería que solo se gana con tesón y constancia. Es aplicable aquel inescrupuloso dicho popular: Solo te puedes sacar el Kino si lo juegas. Es redundante decir: solo puedes hallar algo si estás buscando.

Decir que existen hallazgos apocalípticos es afirmar que los miembros del grupo Apocalipsis estaban inmersos en una búsqueda. Cosa que no es completamente cierta, y que por ende no podemos afirmar con propiedad. Pero sí se puede llegar a deducciones como lectores.

Es innegable que hay una búsqueda semejante, consciente o no, en la obra de Hesnor Rivera y César David Rincón, a la que podría asociar de alguna forma lo poco que pudimos conocer de la de Atilio Storey Richardson. Aquel trío apocalíptico del que hablamos. Los abanderados de la estética apocalíptica. Hijos de su misma conclusión. La transparencia, los fantasmas, el ancla en el paisaje de su ciudad, y a su modo, la reconstrucción.

¿Qué hallaron los apocalípticos? No es fácil saberlo. No podemos cotejarlo. No publicaron libros en el periodo en el que funcionaba el grupo Apocalipsis, pero se sentaron a reflexionar, a conjugar los verbos que usarían el resto de los días. Se sentaron a planificar la apocatástasis de la literatura, su exégesis. Y así fue como, sin decir nada, inició cada uno su ruta. Su preponderada labor de escribir. Asumiendo para sí mismos la reconstrucción del paisaje, el rito de la contemplación, el afinamiento tropical del lenguaje surrealista tomado de Huidobro, Neruda y Gonzalo Rojas.

El soneto XV del libro Secreto a voces (1992) contiene imágenes que, a mi parecer, describe de cierta forma la historia del grupo Apocalipsis y algún aspecto general de poesía que solo él pudo describir también:

Ya no me acuerdo de la poesía
sino cuando estoy triste o cuando siento
que, en torno, el cielo, como con el viento,
se hace jirones de melancolía.
Ya no me acuerdo más de la alegría
brutal vivida desde aquel momento
en que quise vencer, pobre y violento,
la muerte de los otros y la mía.
Ahora solo me refugio en esa
sombra de voces que se vuelve espejo
cuando en mi voz hay agua de tristeza.
Me echo en sus brazos a morir, de suerte
que soy como un fantasma ya muy viejo
que ve en ella otra vez su antigua muerte.

(Rivera, 1992:53)


Epílogo

Ciertamente, el grupo Apocalipsis fue sinónimo de ruptura generada por creadores. Creadores que se extienden por la historia de la literatura nacional, luchando contra las versiones tristes de ésta, que se dictan y escriben en las academias de la literatura en Venezuela. Hesnor Rivera fue profesor de la Escuela de Letras de la Universidad del Zulia. Debemos rendir un sincero homenaje a su trascendencia, el homenaje más grande que se pueda hacer a un poeta: leerlo.

Creo fervientemente que las cátedras de literatura venezolana son escenarios propicios para redefinir los límites de nuestra literatura, para impulsar a los estudiantes de letras a asumir responsabilidades ante nuestras letras, contribuyendo a la edificación de un cuerpo crítico responsable y al engrandecimiento de la obra de muchos autores dignos de nuestro país. Aquí queda este breve trabajo sobre Hesnor Rivera. Trabajo que ojalá se expanda en el desarrollo de una investigación que ya hemos comenzado.

Siempre el espacio empieza por una lluvia que lo apaga todo.
H. R.


Bibliografía

  • Áñez Medina, Alberto (1992). Haber, humor y habla. Ediciones APUZ. Maracaibo, Venezuela.
  • Bachelard, Gaston (1983). La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica. México DF, México.
  • Barthes, Roland (1972). Crítica y verdad. Siglo XXI Editores S.A. Buenos Aires, Argentina.
  • Barthes, Roland y otros (1974). Escribir… ¿Por qué? ¿Para quién? Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela.
  • Bravo, Víctor (2007). El señor de los tristes y otros ensayos. Monte Ávila Editores. Caracas, Venezuela.
  • Díaz Seijas, Pedro (1966). La antigua y la moderna literatura venezolana. Ernesto Armitano Editor. Caracas, Venezuela.
  • Cacciari, Massimo (2000). El dios que baila. Editorial Paidós SAICF. Buenos Aires, Argentina.
  • Calzadilla, Juan (2006). Libro de las poéticas. Fundación Editorial El Perro y La Rana. Caracas, Venezuela.
  • Hernández, Luis Guillermo y Jesús Ángel Parra (1999). Diccionario general del Zulia. 2 vols. Banco Occidental de Descuento (BOD). Maracaibo, Venezuela.
  • Rivera, Hesnor (1963). En la red de los éxodos. Universidad del Zulia Facultad de Humanidades. Maracaibo, Venezuela.
    • (1965). Puerto de escala. Universidad del Zulia Facultad de Humanidades. Maracaibo, Venezuela.
    • (1976). Ciudades nativas. Dirección de Cultura de la Universidad del Zulia. Maracaibo, Venezuela.
    • (1992). Secreto a voces. Editorial de la Universidad del Zulia. Maracaibo, Venezuela.
    • (1993). Antología poética, tomado de la revista Puerta de Agua, Nº 5. Maracaibo, Venezuela.

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